lunes, 27 de octubre de 2014

Creo en las hadas, yo creo, sí creo



 




Yo sí creo en las hadas. Y de vez en cuando, como en el cuento de Peter Pan doy palmas por ellas.

Pero en mi caso, no tiene ningún mérito. Creo en ellas porque he conocido varias y sé que aún me quedan muchas por conocer. Es un don, siempre he tenido suerte de hallarlas.

Aunque es verdad que todas las que conozco se escapan al esquema de campanilla. Unas han sido supermamis de tres retoños, otras madres monomarentales, otras maravillosas compañeras y compañeros con apariencia de humanos aparentemente normales, pero con la magia en su sonrisa y apoyos. Y varias hadas que he conocido han demostrado que el amor no entiende de sexos, ni esquemas, ni edad.
Pero todas estas hadas han tenido en común el haber formado parte del trozo de vida que llevo vivido. Y con ellas, junto a ellas y en ellas… he sentido la magia.

La magia de una mirada que te cura una herida abierta, la magia de una reflejo que te sonríe desde su corazón cuando el tuyo se desgarra de dolor, la magia de un brillo, cuando tú crees, que sólo te rodea la soledad. La magia de una aurora, en una noche oscura.

En definitiva, la magia de su capacidad de amor. Por eso, como en el cuento, grito cada noche: Creo en las hadas, yo creo, sí creo

miércoles, 1 de octubre de 2014



 

Hoy quiero hablaros de mi bisabuela materna: Irene. Todo un personaje.
De Irene, hay muchas anécdotas, pero a mí la que más me ha impresionado siempre es que se iba a parir a finales del siglo XIX a otro pueblo, a más de un día de distancia de dónde ella vivía cuando se acercaba el parto. Ella iba sola, en un burro (a lo mejor era burra, vete a saber) y todo para que su hijo (ella sabía que siempre pariría varones, de hecho mi abuelo fue el parto número 19 y el penúltimo) estuviese exento de ir a la mili. Y si, efectivamente se iba a Almadén porque los nacidos allí, tenían esa venia, por eso de las minas de azogue.
Esta bisa mía debía ser la caraba. Le tocó vivir en un momento histórico duro: la guerra y la posguerra y para más inri sus dos únicos hijos supervivientes de los 21 partos que soportó, varones por supuesto, lidiaron en la misma batalla, en el mismo frente, pero en distintos bandos.
-Hay que joderse!! Con lo que he penao yo para que nacieran tan lejos del pueblo pa que no fueran a la mili y ahora pueden estar matándose el uno al otro. Si rabiáaaaaaaaaa!!!!!!!!!
Mi bisa, que como ya habréis deducido tenía un genio de “armas tomar”, cuando llegó el hambre (que llegó hasta a matar a más muchas que a muchos, que a éstos ya les mataban las balas) no sólo no lo pasó mal sino que además ayudó a los demás, eso sí, siempre a cambio de algo. Como era humilde eso de la filantropía no sabía lo que era!!
En los peores momentos encontraba los mejores días en el “escampao”, cuando llovía y aclaraba. Entonces, antes de salir el sol, las hormigas sacaban a secar el grano de sus almacenes para que se secara. Y mi bisa, estaba allí y se lo robaba para molerlo y hacer algo parecido al pan. (Os aseguro que es el único caso que he oído en el que alguien robe la comida a las hormigas, pero eso consoló el estómago de algunas personas en días tristes y famélicos)
Ya antes había iniciado su “formación” mercantilista. Irene, que aunque a estas alturas de su historia ya habréis maginado era viuda de un marido viajante (locero para más señas) y que había tenido que arreglárselas sola desde antes de que sus años empezasen por un dos. Irene vivía a las afueras del pueblo, que lógicamente hoy es el centro, ya conocéis la relatividad de todo!!.
Eso significaba que todos los hortelanos y los ganaderos pasaban por su puerta a la ida y la venida del mercado. Hoy eso no nos dice nada, porque vivimos otro momento, pero antaño significaba que si ella tenía agua para que la leche cundiera antes de llegar al mercado, podía quedarse con una lechera de la pura y que a la vuelta los hortelanos podían recabar en su puerta y deshacerse de la mercancía que no habían podido vender a un precio muy inferior al que le habían puesto en el zoco. Mejor eso que tirarla o volver con ella!!!.
Después de todo y de imaginarnos las cámaras de su casa repletas de patatas, manzanas y melones podíamos pensar en la abuela como toda una institución y no nos equivocaremos porque así lo era: para lo bueno y para lo menos bueno!!
Un ejemplo. Irene criaba guarrillos, aunque luego los vendía. Siempre se quedaban con los ruines, porque eran mucho más baratos o, simplemente no los querían. Y ella los sacaba adelante, casi siempre. Si los criaba y no podía sacarles rendimiento vivos, no os penséis que mi abuelo y su hermano comían jamón, lomo o simplemente costillas, ni de coña!!!.
Ella tenía unas manos que convertían en manjar cualquier parte del marranillo que había criado con esmero y sacrificado sin espanto. Ella era así y el dinero conseguido iba a la lata de la harina (ésa era su hucha particular, la que intentó robar, sin éxito, un amigo de mi abuelo, cuando eran adolescentes y que acabó con un garrotazo en la cabeza del colega del abuelo, propinado por mi bisa del que nunca llegó a recuperarse del todo).
La pena es que ese dinerillo cuando acabó la guerra no valía ná de ná, menos mal que ella no lo vio. Lo único bueno es que sus hijos no habían atinado en sus tiros y seguían vivos (lógico, los albañiles no solían ser expertos en materia de matar a nadie salvo a ellos mismos, según las estadísticas de accidentes laborales –perdón esa es otra historia, la de mi abuelo-) Disculpas otra vez por mi dispersión

Como os contaba, lo poco que me ha llegado de la vida de Irene siempre me ha resultado cuanto menos sorprendente, hasta su final.
A una mujer así, valiente, luchadora, dura e implacable la mató una lata de tomate (seguramente caducado, añado yo), manda narices!!!. Sí, sí, no os lo perdáis. Buscaba algo que pudiese valer (hoy diríamos reciclaba) y se cortó.
Y no hubo solución. En plena guerra fratricida española, mi bisa se cortó con una lata oxidada (no creo que se la robara a las hormigas, supongo que se la encontraría buscando en los vertederos, tal como vemos hoy con horror que hacen los niños y ancianos en otros lugares no tan lejos de nuestro entorno; aunque tal vez en el código moral de las hormigas exista una justicia poética y se vengarán así de los desfalcos trigueños de mi bisa).
El caso, es que la gangrena hizo el resto (gaseosa la denominaron entonces). Ni un mes. Eso sí antes abofeteó a mi otro abuelo, hizo la vida imposible a sus nueras, dejó medio ‘criao’ otro guarrillo, y valoró lo que nunca predicó: el carpe diem.
Vaya tú, que al final se hizo sabia.
Y eso que “sólo” tenía casi sesenta años!!!!!!!