martes, 11 de noviembre de 2014



 Miguela y sus altramuces chalaos, chalaos

 

Hoy voy a compartir un recuerdo de alguien muy singular. Hace días que pienso en Miguela.

 Miguela fue alguien especial en mi infancia. Durante algún tiempo cuidó de mí, me paseó, acunó y contó sus historias, y hoy, tantos años después, mis recuerdos de aquella época son tan cristalinos como era ella, porque por entonces aunque Miguela había nacido más de diez años antes que mi madre, era casi de mi edad. 

Miguela era estupenda. Ella sí que era Mary Poppins, sólo que ya por aquel entonces, aunque debía tener unos treinta y pocos años parecía una viejita, porque no tenía dientes y como siempre sonreía, era evidente. Eso asustaba a muchos niños, pero a mí no porque los niños pequeños no tienen dientes y aún en mi ignorancia, sabía que ella era pequeña.

Me sentía segura porque ella era mi Miguela. La que vendía “altramuches chalaos chalaos”, porque ella los llamaba así y así me gusta recordarlos ahora cada vez que los como, porque los sigo comiendo y me siguen encantando, me acuerdo de mi Miguela y me sigo sintiendo bien al pensar en ella.
Otra cosa deliciosa de Miguela es que siempre iba acompañada de algún perrillo.  Y los perrillos de Miguela eran tan encantadores como ella, siempre jugando y aunque hicieran alguna travesura (una me dolió especialmente, pero esa es otra historia) nunca podías dejar de quererlos, como a ella.
Entre las muchas anécdotas que recuerdo de Miguela está la de la primera vez que participé en el envío de christmas de casa. La Navidad en mi casa no era ‘pecata minuta’. Entre otras actividades, mi madre, ya os hablaré de ella, mantenía una inusual correspondencia con multitud de gente que ha formado mi imaginario infantil y a la que aún hoy, sigo sin conocer y sé que ya no conoceré jamás, pero de la que sé al 100% su dirección y apellidos y tengo que hacer un ejercicio de disciplina para no enviarles mi “felicitación solidaria” cada año.

Miguela y yo fuimos las elegidas para sellar los sobres de las felicitaciones navideñas. Eran unas tarjetas preciosísimas (era verdad, algunas llevaban hasta purpurina y mi madre había escrito en ellas sus mejores deseos con su pluma Parker) y Miguela y yo estábamos entusiasmadas con nuestra misión. 

Miguela hablaba de una manera especial, pero yo la entendía. Es una ventaja de tener cuatro años: se entiende todo. Mi madre nos dijo:
Mojar los sobres por los bordes y los apretáis para que se peguen. La misión más importante era la de mojar. Por eso se encargó de ella Miguela. Yo apretaba los sobres. Al principio todo funcionaba, pero llegó un momento en el que Miguela pasaba la lengua con tanto afán por los sobres engominados que éstos perdían la gomina y se adhería a la lengua de Miguela. 
Ya sé, ya sé, parece un trabalenguas, pero fue así, por más que yo apretaba y apretaba los sobres no se pegaban y Miguela tenía cada vez más problemas con su lengua. Y yo, me asustaba.

Llegó un momento en el qué Miguela tenía tal cara de angustia porque sentía su lengua tan escayolada que no le cabía en la boca. Supe que tenía que hacer algo para ayudarla.
Mamá, mamá, la interrumpí en su enésima clase de francés del día. Mamá, mamá, que Miguela se ahoga!!!!!!!!!

Fue tan fácil como enjuagarse la boca un par de veces y acabar con la angustia y el miedo. Y para pegar los sobres hacer un “engrudo” y todo regarlo con risas, risas y más risas. Miguela se reía al recordar que casi se queda sin lengua, yo también de verla a ella, y mi madre, que también reía, decía que eso era imposible, porque no parábamos de hablar ni la una ni la otra!!! Así, no podíamos perderla nunca!!

Hoy no sé cuántos años hace que se fue Miguela. Yo ya era mayor, pero no lo suficiente (creo que aún no lo soy). Mi madre se enteró de su ida un día gris, al menos yo lo recuerdo así, ya había pasado todo y nadie sabía qué había sido de su perrillo actual. 

Lloré en silencio, con la absoluta seguridad que nunca, nunca más volvería a tomar altramuces como los suyos “chalaos, chalaos”, transportados sobre mi carricoche y el de mi hermana.

Cuando Miguela murió, mi madre me contó que mentalmente nunca superó los diez años. Desde que yo la conocí, siempre vivió sola, con sus perrillos, sus ojitos oscuros, brillantes, llenos de vida y su sonrisa desdentada, esa que asustaba a casi todos, menos a mí. 

A veces las hadas….

domingo, 9 de noviembre de 2014

María y su extraña manía




 

María, María.
Yo la conocí.
Bueno, para ser sincera, he conocido muchas, pero hoy voy a hablaros de una con la que tuve el placer de coincidir  hace ya algunos años.

Lo que había vivido habría sido perfectamente adaptable al guión de una gran tragedia. Pero ella no lo vivía así. Por tanto no lo era.

María tenía muchos más de setena años cuando nos encontramos. Hermosa, fuerte, independiente, y me atrevería a decir con un cierto toque de bohemia. La vida le había dado dos hijos a los que tuvo que sacar adelante sola antes de los treinta. Años difíciles, vida difícil, pero no por ello dejo de ser plena.
Valiente y dura, pero con esa dureza tan sutil de las mujeres del siglo pasado, porque si la exhibían, las consecuencias podían ser….. eso, consecuencias.
 
Cuando nos encontramos se ocupaba de los mayores. Era un poco paradójico, porque ella era ya muy mayor. María visitaba residencias de ancianos para ver qué tal estaban aquellos a quienes nadie más que ella visitaba. Muchas de esas mujeres a las que veía regularmente, porque la gran mayoría eran viudas, eran menores que ella. Pero, María era así.

Ni que decir tiene que cuando detectaba un mínimo, que casi siempre era un máximo, sufrimiento o dejadez (ambos unidos) en alguna de sus visitas removía todo lo removible, incluidas algunas piedras, para todo cambiara. 

María era muy bella, coqueta sin cursilerías, valiente y leal. Perdió a su compañero muy joven y eso le produjo un dolor tan inmenso que nada ni nadie pudo arrancarle de las entrañas de su ser, ni siquiera esos dos niños preciosos, a los que aún hoy, más de cuarenta años después, seguía cuidando. Pero fue precisamente esta soledad tan temprana lo que le proporcionó la libertad de poder y deber tomar decisiones por sí misma.

 Una historia, como algunas otras

Un día me fijé en las manos de María. Yo ya imaginaba que serían manos fuertes, trabajadas, callosas. Y eso fue lo que encontré, pero además, hallé una gran cicatriz en la palma de su mano derecha.
¿Qué te pasó María? Y ella sonrió y con la paz y el sosiego que da la generosidad que la caracterizaba y  me narró la siguiente historia:
“Esta herida me la hice cuando tenía seis años. Mi padre ya estaba en la cárcel por rojo y mi madre luchaba porque mis hermanos y yo no pasásemos mucha hambre y frío en nuestro pueblo de Segovia”.
“Ese día estaba muy contenta. A mi prima se le había quedado chico un abrigo y me lo habían arreglado. Era gris, precioso, hasta tenía un cuellito como de piel. Me sentía genial con él, además de calentita”.
“De pronto, uno de los niños gritó ¡¡¡Qué vienen!!!!! Todos corrimos, pero yo me despisté y sólo me dio tiempo de agarrarme a una verja. Allí me encontraron. Eran varios, mayores y envalentonados, yo apenas tenía seis años y un abrigo recién estrenado heredado de mi prima mayor”.
“Tiraron de mí fuerte. Yo no quería soltarme de la verja. Había trepado tan arriba que había llegado hasta la zona en la que acababa con forma de lanza. Tiraron tanto de mí y yo me intenté asir tan fuerte que cuando caí casi se me veía el hueso de la mano.”
“Lo peor fue que cuando acabaron. Mi abrigo estaba deshecho, hecho trizas. Y yo estaba desnuda, helada, rodeada de nieve. Llegué a las puertas de la casa de los señores. La señora  me vio. Y les vio correr tras de mí. Dijo que me dejaran entrar y se cerró la puerta. Allí sabía que no iban a pasar. Me dejó quedar en silencio hasta la noche. Permitió llevarme la manta que me dio una de las criadas. Pero, desde que cerró la puerta hasta hoy no la he vuelto a ver”.
“Es verdad que me llevé la manta a casa, que nos vino bien, pero mi precioso abrigo quedó hecho jirones, tirado por todo el pueblo, sin arreglo. Era gris, con un cuello precioso”…

…María, no te curaron?

“Cuando llegué a casa, mi madre me llevó al médico del pueblo. Ya te he dicho que casi se me veía el hueso, pero dijo que me llevara a Negrín. Yo no sabía qué quería decir, pero mi madre primero le miró a los ojos, como sólo ella sabía hacerlo. Después, bajó la cabeza. Me acercó aún más a ella y apretó los dientes.”

“Hija, y como no me lo cosieron, quedó así, un poco feo, pero no me impide ir a ver a mis viejitas y pelear porque a ellas no les falte nada mientras que yo pueda”. Y sonríe como si lo que me ha contado fuese una anécdota sin más. Ella era así.

Y es que María, como la de la canción, tiene esa extraña manía de creer en la vida.