Miguela y sus altramuces chalaos, chalaos
Hoy voy a compartir un recuerdo de alguien muy singular.
Hace días que pienso en Miguela.
Miguela fue alguien especial en mi
infancia. Durante algún tiempo cuidó de mí, me paseó, acunó y contó sus
historias, y hoy, tantos años después, mis recuerdos de aquella época son tan
cristalinos como era ella, porque por entonces aunque Miguela había nacido más
de diez años antes que mi madre, era casi de mi edad.
Miguela era estupenda. Ella sí que era Mary Poppins, sólo que ya por aquel entonces, aunque debía tener unos treinta y pocos años parecía una viejita, porque no tenía dientes y como siempre sonreía, era evidente. Eso asustaba a muchos niños, pero a mí no porque los niños pequeños no tienen dientes y aún en mi ignorancia, sabía que ella era pequeña.
Me sentía segura porque ella era mi Miguela. La que vendía “altramuches chalaos chalaos”, porque ella los llamaba así y así me gusta recordarlos ahora cada vez que los como, porque los sigo comiendo y me siguen encantando, me acuerdo de mi Miguela y me sigo sintiendo bien al pensar en ella.
Otra cosa deliciosa de Miguela es que siempre iba acompañada de algún perrillo. Y los perrillos de Miguela eran tan encantadores como ella, siempre jugando y aunque hicieran alguna travesura (una me dolió especialmente, pero esa es otra historia) nunca podías dejar de quererlos, como a ella.
Entre las muchas anécdotas que recuerdo de Miguela está la de la primera vez que participé en el envío de christmas de casa. La Navidad en mi casa no era ‘pecata minuta’. Entre otras actividades, mi madre, ya os hablaré de ella, mantenía una inusual correspondencia con multitud de gente que ha formado mi imaginario infantil y a la que aún hoy, sigo sin conocer y sé que ya no conoceré jamás, pero de la que sé al 100% su dirección y apellidos y tengo que hacer un ejercicio de disciplina para no enviarles mi “felicitación solidaria” cada año.
Miguela y yo fuimos las elegidas para sellar los sobres de las felicitaciones navideñas. Eran unas tarjetas preciosísimas (era verdad, algunas llevaban hasta purpurina y mi madre había escrito en ellas sus mejores deseos con su pluma Parker) y Miguela y yo estábamos entusiasmadas con nuestra misión.
Miguela hablaba de una manera especial, pero yo la entendía. Es una ventaja de tener cuatro años: se entiende todo. Mi madre nos dijo:
Mojar los sobres por los bordes y los apretáis para que se peguen. La misión más importante era la de mojar. Por eso se encargó de ella Miguela. Yo apretaba los sobres. Al principio todo funcionaba, pero llegó un momento en el que Miguela pasaba la lengua con tanto afán por los sobres engominados que éstos perdían la gomina y se adhería a la lengua de Miguela.
Ya sé, ya sé, parece un
trabalenguas, pero fue así, por más que yo apretaba y apretaba los sobres no se
pegaban y Miguela tenía cada vez más problemas con su lengua. Y yo, me
asustaba.
Llegó un momento en el qué Miguela tenía tal cara de angustia porque sentía su lengua tan escayolada que no le cabía en la boca. Supe que tenía que hacer algo para ayudarla.
Mamá, mamá, la interrumpí en su enésima clase de francés del día. Mamá, mamá, que Miguela se ahoga!!!!!!!!!
Fue tan fácil como enjuagarse la boca un par de veces y acabar con la angustia y el miedo. Y para pegar los sobres hacer un “engrudo” y todo regarlo con risas, risas y más risas. Miguela se reía al recordar que casi se queda sin lengua, yo también de verla a ella, y mi madre, que también reía, decía que eso era imposible, porque no parábamos de hablar ni la una ni la otra!!! Así, no podíamos perderla nunca!!
Hoy no sé cuántos años hace que se fue Miguela. Yo ya era mayor, pero no lo suficiente (creo que aún no lo soy). Mi madre se enteró de su ida un día gris, al menos yo lo recuerdo así, ya había pasado todo y nadie sabía qué había sido de su perrillo actual.
Lloré en silencio, con la absoluta seguridad que nunca, nunca más volvería a tomar altramuces como los suyos “chalaos, chalaos”, transportados sobre mi carricoche y el de mi hermana.
Cuando Miguela murió, mi madre me contó que mentalmente nunca superó los diez años. Desde que yo la conocí, siempre vivió sola, con sus perrillos, sus ojitos oscuros, brillantes, llenos de vida y su sonrisa desdentada, esa que asustaba a casi todos, menos a mí.
A veces las hadas….
No hay comentarios:
Publicar un comentario