Mi abuelo era minero, vital, valiente, alegre, sanguino y supo
sacar el máximo de la vida teniendo muy poco. Para mí es un símbolo de vida, y
aunque machista y misógino he aprendido muchas cosas de él y tengo que
agradecerle estar viva porque me salvó de una misión de captura de ranas, pero…
eso es otra historia que ya os contaré-.
Siendo mi hermana y yo muy chicas, tres y seis años, más o menos, tuvimos que irnos a vivir con él, mi abuela y mis tías, porque mis padres tuvieron que separarse de nosotras. Estuvimos unos meses y la experiencia fue……….toda una experiencia.
El patio de mis abuelos era lo más parecido a una selva amazónica, había plantas por doquier, flores de muchos colores que emergían de tiestos que mis tías decoraban con más arte que técnica y que mi hermana y yo pedíamos con fervor a la abuela que nos dejaran regar con la maravillosa manguera que además nos refrescaba en las tardes veraniegas de La Mancha.
Os decía que el patio era lo más parecido a una selva amazónica porque además de esas plantas, que tenían nombres semimágicos, (pendientes de la reina, suegra y nuera, la planta del dinero, pensamientos, el árbol del jade…) también había animales: tortugas carnívoras que corrían ( sí, sí, literalmente corrían hacia nuestros dedos gordos de los pies que mostraban las sandalias, porque una de mis tías las acostumbró al jamón de York y se abalanzaban cual caballos de carrera, incluida la estirada de cuello, hacia cualquier cosa que se lo recordara. Y al parecer nuestros dedos de los pies al aire les parecían muy apetitosos).
Como os lo cuento, además de las tortugas carnívoras había diferentes animales, como patos defensores del hogar (es decir que atacaban a visitas inesperadas, como la suegra de mi tía), cochinillos que daban un miedo atroz porque te enseñaban los dientes como dóberman enloquecidos pero con muchos más peligro, si te acerabas a la zahúrda; y amigos perros a los que no podíamos tocar en las tormentas porque podían atraer un rayo. En esos momentos todas rezábamos a santa Bárbara, patrona de los mineros y protectora en las tormentas, con tanto fervor que nunca cayó un rayo en nuestros perros, ni nos fulminó a nosotras, ya que por supuesto no cumplíamos la norma de no acerarnos a ellas, porque siempre eran hembras
Pero, no me quiero dispersar.
En los patios de mis abuelos (cualquier casa manchega tiene al menos uno o dos y un corral) ya os he contado que había muchos animales y cada cual más sugerente e inquietante, sobre todo cuando se tienen seis años. Pero las peores de las bestias del patio eran dos pollitos ingleses. No sé si los conocéis. Minúsculos, hermosos, policromáticos, pero de lo más traicionero. Cada vez que mi hermana y yo nos aproximábamos a su círculo de poder (que cada día crecía más) se lanzaban sobre nosotras, a la altura de la cabeza e intentaban clavarnos su espolón. Menos mal que éramos bajitas y ágiles y siempre conseguimos esquivar la brecha gorda, pero casi siempre y por mucho cuidado que tuviésemos nos hacían sangre. Entonces, llorábamos y se lo contábamos a la abuela. Ella nos consolaba pero los pollitos eran un capricho del abuelo y aunque habían herido a toda la familia él no admitía ni una sola queja sobre ellos. “A mí me respetan y vosotras tenéis que aprender”.
Un día que debía haber cambiado la luna y nos habían ensangrentado a mi hermana, a mis dos tías y a mí (la abuela ni aparecía por allí), cambió la suerte.
Mi abuelo llegó de la mina temprano, con su paso firme de siempre y entró al patio a ver a sus pupilos, que ya os he dicho que estaban muy, pero que muy crecidos ese día.
De pronto oímos un grito atronador de mi abuelo. Niñas!!!!!!!!!!!! Niñas!!!!!!!!!! Decidle a las titas que se preparen, porque hoy comemos pollo con arroz. Y lo decía mientras se enjugaba la sangre que le manaba del cuello y nos daba los cuerpitos caídos de los dos pollitos belicosos.
Mujer, le dijo a mi abuela: si no llego a darme cuenta a tiempo, podían haber hecho daño a las niñas (jamás nos llamó nietas porque le hacía sentir viejo)
¡Qué tenga yo que ocuparme yo de estas cosas!
Siendo mi hermana y yo muy chicas, tres y seis años, más o menos, tuvimos que irnos a vivir con él, mi abuela y mis tías, porque mis padres tuvieron que separarse de nosotras. Estuvimos unos meses y la experiencia fue……….toda una experiencia.
El patio de mis abuelos era lo más parecido a una selva amazónica, había plantas por doquier, flores de muchos colores que emergían de tiestos que mis tías decoraban con más arte que técnica y que mi hermana y yo pedíamos con fervor a la abuela que nos dejaran regar con la maravillosa manguera que además nos refrescaba en las tardes veraniegas de La Mancha.
Os decía que el patio era lo más parecido a una selva amazónica porque además de esas plantas, que tenían nombres semimágicos, (pendientes de la reina, suegra y nuera, la planta del dinero, pensamientos, el árbol del jade…) también había animales: tortugas carnívoras que corrían ( sí, sí, literalmente corrían hacia nuestros dedos gordos de los pies que mostraban las sandalias, porque una de mis tías las acostumbró al jamón de York y se abalanzaban cual caballos de carrera, incluida la estirada de cuello, hacia cualquier cosa que se lo recordara. Y al parecer nuestros dedos de los pies al aire les parecían muy apetitosos).
Como os lo cuento, además de las tortugas carnívoras había diferentes animales, como patos defensores del hogar (es decir que atacaban a visitas inesperadas, como la suegra de mi tía), cochinillos que daban un miedo atroz porque te enseñaban los dientes como dóberman enloquecidos pero con muchos más peligro, si te acerabas a la zahúrda; y amigos perros a los que no podíamos tocar en las tormentas porque podían atraer un rayo. En esos momentos todas rezábamos a santa Bárbara, patrona de los mineros y protectora en las tormentas, con tanto fervor que nunca cayó un rayo en nuestros perros, ni nos fulminó a nosotras, ya que por supuesto no cumplíamos la norma de no acerarnos a ellas, porque siempre eran hembras
Pero, no me quiero dispersar.
En los patios de mis abuelos (cualquier casa manchega tiene al menos uno o dos y un corral) ya os he contado que había muchos animales y cada cual más sugerente e inquietante, sobre todo cuando se tienen seis años. Pero las peores de las bestias del patio eran dos pollitos ingleses. No sé si los conocéis. Minúsculos, hermosos, policromáticos, pero de lo más traicionero. Cada vez que mi hermana y yo nos aproximábamos a su círculo de poder (que cada día crecía más) se lanzaban sobre nosotras, a la altura de la cabeza e intentaban clavarnos su espolón. Menos mal que éramos bajitas y ágiles y siempre conseguimos esquivar la brecha gorda, pero casi siempre y por mucho cuidado que tuviésemos nos hacían sangre. Entonces, llorábamos y se lo contábamos a la abuela. Ella nos consolaba pero los pollitos eran un capricho del abuelo y aunque habían herido a toda la familia él no admitía ni una sola queja sobre ellos. “A mí me respetan y vosotras tenéis que aprender”.
Un día que debía haber cambiado la luna y nos habían ensangrentado a mi hermana, a mis dos tías y a mí (la abuela ni aparecía por allí), cambió la suerte.
Mi abuelo llegó de la mina temprano, con su paso firme de siempre y entró al patio a ver a sus pupilos, que ya os he dicho que estaban muy, pero que muy crecidos ese día.
De pronto oímos un grito atronador de mi abuelo. Niñas!!!!!!!!!!!! Niñas!!!!!!!!!! Decidle a las titas que se preparen, porque hoy comemos pollo con arroz. Y lo decía mientras se enjugaba la sangre que le manaba del cuello y nos daba los cuerpitos caídos de los dos pollitos belicosos.
Mujer, le dijo a mi abuela: si no llego a darme cuenta a tiempo, podían haber hecho daño a las niñas (jamás nos llamó nietas porque le hacía sentir viejo)
¡Qué tenga yo que ocuparme yo de estas cosas!
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