jueves, 11 de diciembre de 2014

El abuelo y sus pollitos ingleses





Mi abuelo era minero,  vital, valiente, alegre, sanguino y supo sacar el máximo de la vida teniendo muy poco. Para mí es un símbolo de vida, y aunque machista y misógino he aprendido muchas cosas de él y tengo que agradecerle estar viva porque me salvó de una misión de captura de ranas, pero… eso es otra historia que ya os contaré-.
Siendo mi hermana y yo muy chicas, tres y seis años, más o menos, tuvimos que irnos a vivir con él, mi abuela y mis tías, porque mis padres tuvieron que separarse de nosotras. Estuvimos unos meses y la experiencia fue……….toda una experiencia.
El patio de mis abuelos era lo más parecido a una selva amazónica, había plantas por doquier, flores de muchos colores que emergían de tiestos que mis tías decoraban con más arte que técnica y que mi hermana y yo pedíamos con fervor a la abuela que nos dejaran regar con la maravillosa manguera que además nos refrescaba en las tardes veraniegas de La Mancha.
Os decía que el patio era lo más parecido a una selva amazónica porque además de esas plantas, que tenían nombres semimágicos, (pendientes de la reina, suegra y nuera, la planta del dinero, pensamientos, el árbol del jade…) también había animales: tortugas carnívoras que corrían ( sí, sí, literalmente corrían hacia nuestros dedos gordos de los pies que mostraban las sandalias, porque una de mis tías las acostumbró al jamón de York y se abalanzaban cual caballos de carrera, incluida la estirada de cuello, hacia cualquier cosa que se lo recordara. Y al parecer nuestros dedos de los pies al aire les parecían muy apetitosos).
Como os lo cuento, además de las tortugas carnívoras había diferentes animales, como patos defensores del hogar (es decir que atacaban a visitas inesperadas, como la suegra de mi tía), cochinillos que daban un miedo atroz porque te enseñaban los dientes como dóberman enloquecidos pero con muchos más peligro, si te acerabas a la zahúrda; y amigos perros a los que no podíamos tocar en las tormentas porque podían atraer un rayo. En esos momentos todas rezábamos a santa Bárbara, patrona de los mineros y protectora en las tormentas, con tanto fervor que nunca cayó un rayo en nuestros perros, ni nos fulminó a nosotras, ya que por supuesto no cumplíamos la norma de no acerarnos a ellas, porque siempre eran hembras
Pero, no me quiero dispersar.
En los patios de mis abuelos (cualquier casa manchega tiene al menos uno o dos y un corral) ya os he contado que había muchos animales y cada cual más sugerente e inquietante, sobre todo cuando se tienen seis años. Pero las peores de las bestias del patio eran dos pollitos ingleses. No sé si los conocéis. Minúsculos, hermosos, policromáticos, pero de lo más traicionero. Cada vez que mi hermana y yo nos aproximábamos a su círculo de poder (que cada día crecía más) se lanzaban sobre nosotras, a la altura de la cabeza e intentaban clavarnos su espolón. Menos mal que éramos bajitas y ágiles y siempre conseguimos esquivar la brecha gorda, pero casi siempre y por mucho cuidado que tuviésemos nos hacían sangre. Entonces, llorábamos y se lo contábamos a la abuela. Ella nos consolaba pero los pollitos eran un capricho del abuelo y aunque habían herido a toda la familia él no admitía ni una sola queja sobre ellos. “A mí me respetan y vosotras tenéis que aprender”.
Un día que debía haber cambiado la luna y nos habían ensangrentado a mi hermana, a mis dos tías y a mí (la abuela ni aparecía por allí), cambió la suerte.
Mi abuelo llegó de la mina temprano, con su paso firme de siempre y entró al patio a ver a sus pupilos, que ya os he dicho que estaban muy, pero que muy crecidos ese día.
De pronto oímos un grito atronador de mi abuelo. Niñas!!!!!!!!!!!! Niñas!!!!!!!!!! Decidle a las titas que se preparen, porque hoy comemos pollo con arroz. Y lo decía mientras se enjugaba la sangre que le manaba del cuello y nos daba los cuerpitos caídos de los dos pollitos belicosos.
Mujer, le dijo a mi abuela: si no llego a darme cuenta a tiempo, podían haber hecho daño a las niñas (jamás nos llamó nietas porque le hacía sentir viejo)
¡Qué tenga yo que ocuparme yo de estas cosas!

martes, 11 de noviembre de 2014



 Miguela y sus altramuces chalaos, chalaos

 

Hoy voy a compartir un recuerdo de alguien muy singular. Hace días que pienso en Miguela.

 Miguela fue alguien especial en mi infancia. Durante algún tiempo cuidó de mí, me paseó, acunó y contó sus historias, y hoy, tantos años después, mis recuerdos de aquella época son tan cristalinos como era ella, porque por entonces aunque Miguela había nacido más de diez años antes que mi madre, era casi de mi edad. 

Miguela era estupenda. Ella sí que era Mary Poppins, sólo que ya por aquel entonces, aunque debía tener unos treinta y pocos años parecía una viejita, porque no tenía dientes y como siempre sonreía, era evidente. Eso asustaba a muchos niños, pero a mí no porque los niños pequeños no tienen dientes y aún en mi ignorancia, sabía que ella era pequeña.

Me sentía segura porque ella era mi Miguela. La que vendía “altramuches chalaos chalaos”, porque ella los llamaba así y así me gusta recordarlos ahora cada vez que los como, porque los sigo comiendo y me siguen encantando, me acuerdo de mi Miguela y me sigo sintiendo bien al pensar en ella.
Otra cosa deliciosa de Miguela es que siempre iba acompañada de algún perrillo.  Y los perrillos de Miguela eran tan encantadores como ella, siempre jugando y aunque hicieran alguna travesura (una me dolió especialmente, pero esa es otra historia) nunca podías dejar de quererlos, como a ella.
Entre las muchas anécdotas que recuerdo de Miguela está la de la primera vez que participé en el envío de christmas de casa. La Navidad en mi casa no era ‘pecata minuta’. Entre otras actividades, mi madre, ya os hablaré de ella, mantenía una inusual correspondencia con multitud de gente que ha formado mi imaginario infantil y a la que aún hoy, sigo sin conocer y sé que ya no conoceré jamás, pero de la que sé al 100% su dirección y apellidos y tengo que hacer un ejercicio de disciplina para no enviarles mi “felicitación solidaria” cada año.

Miguela y yo fuimos las elegidas para sellar los sobres de las felicitaciones navideñas. Eran unas tarjetas preciosísimas (era verdad, algunas llevaban hasta purpurina y mi madre había escrito en ellas sus mejores deseos con su pluma Parker) y Miguela y yo estábamos entusiasmadas con nuestra misión. 

Miguela hablaba de una manera especial, pero yo la entendía. Es una ventaja de tener cuatro años: se entiende todo. Mi madre nos dijo:
Mojar los sobres por los bordes y los apretáis para que se peguen. La misión más importante era la de mojar. Por eso se encargó de ella Miguela. Yo apretaba los sobres. Al principio todo funcionaba, pero llegó un momento en el que Miguela pasaba la lengua con tanto afán por los sobres engominados que éstos perdían la gomina y se adhería a la lengua de Miguela. 
Ya sé, ya sé, parece un trabalenguas, pero fue así, por más que yo apretaba y apretaba los sobres no se pegaban y Miguela tenía cada vez más problemas con su lengua. Y yo, me asustaba.

Llegó un momento en el qué Miguela tenía tal cara de angustia porque sentía su lengua tan escayolada que no le cabía en la boca. Supe que tenía que hacer algo para ayudarla.
Mamá, mamá, la interrumpí en su enésima clase de francés del día. Mamá, mamá, que Miguela se ahoga!!!!!!!!!

Fue tan fácil como enjuagarse la boca un par de veces y acabar con la angustia y el miedo. Y para pegar los sobres hacer un “engrudo” y todo regarlo con risas, risas y más risas. Miguela se reía al recordar que casi se queda sin lengua, yo también de verla a ella, y mi madre, que también reía, decía que eso era imposible, porque no parábamos de hablar ni la una ni la otra!!! Así, no podíamos perderla nunca!!

Hoy no sé cuántos años hace que se fue Miguela. Yo ya era mayor, pero no lo suficiente (creo que aún no lo soy). Mi madre se enteró de su ida un día gris, al menos yo lo recuerdo así, ya había pasado todo y nadie sabía qué había sido de su perrillo actual. 

Lloré en silencio, con la absoluta seguridad que nunca, nunca más volvería a tomar altramuces como los suyos “chalaos, chalaos”, transportados sobre mi carricoche y el de mi hermana.

Cuando Miguela murió, mi madre me contó que mentalmente nunca superó los diez años. Desde que yo la conocí, siempre vivió sola, con sus perrillos, sus ojitos oscuros, brillantes, llenos de vida y su sonrisa desdentada, esa que asustaba a casi todos, menos a mí. 

A veces las hadas….

domingo, 9 de noviembre de 2014

María y su extraña manía




 

María, María.
Yo la conocí.
Bueno, para ser sincera, he conocido muchas, pero hoy voy a hablaros de una con la que tuve el placer de coincidir  hace ya algunos años.

Lo que había vivido habría sido perfectamente adaptable al guión de una gran tragedia. Pero ella no lo vivía así. Por tanto no lo era.

María tenía muchos más de setena años cuando nos encontramos. Hermosa, fuerte, independiente, y me atrevería a decir con un cierto toque de bohemia. La vida le había dado dos hijos a los que tuvo que sacar adelante sola antes de los treinta. Años difíciles, vida difícil, pero no por ello dejo de ser plena.
Valiente y dura, pero con esa dureza tan sutil de las mujeres del siglo pasado, porque si la exhibían, las consecuencias podían ser….. eso, consecuencias.
 
Cuando nos encontramos se ocupaba de los mayores. Era un poco paradójico, porque ella era ya muy mayor. María visitaba residencias de ancianos para ver qué tal estaban aquellos a quienes nadie más que ella visitaba. Muchas de esas mujeres a las que veía regularmente, porque la gran mayoría eran viudas, eran menores que ella. Pero, María era así.

Ni que decir tiene que cuando detectaba un mínimo, que casi siempre era un máximo, sufrimiento o dejadez (ambos unidos) en alguna de sus visitas removía todo lo removible, incluidas algunas piedras, para todo cambiara. 

María era muy bella, coqueta sin cursilerías, valiente y leal. Perdió a su compañero muy joven y eso le produjo un dolor tan inmenso que nada ni nadie pudo arrancarle de las entrañas de su ser, ni siquiera esos dos niños preciosos, a los que aún hoy, más de cuarenta años después, seguía cuidando. Pero fue precisamente esta soledad tan temprana lo que le proporcionó la libertad de poder y deber tomar decisiones por sí misma.

 Una historia, como algunas otras

Un día me fijé en las manos de María. Yo ya imaginaba que serían manos fuertes, trabajadas, callosas. Y eso fue lo que encontré, pero además, hallé una gran cicatriz en la palma de su mano derecha.
¿Qué te pasó María? Y ella sonrió y con la paz y el sosiego que da la generosidad que la caracterizaba y  me narró la siguiente historia:
“Esta herida me la hice cuando tenía seis años. Mi padre ya estaba en la cárcel por rojo y mi madre luchaba porque mis hermanos y yo no pasásemos mucha hambre y frío en nuestro pueblo de Segovia”.
“Ese día estaba muy contenta. A mi prima se le había quedado chico un abrigo y me lo habían arreglado. Era gris, precioso, hasta tenía un cuellito como de piel. Me sentía genial con él, además de calentita”.
“De pronto, uno de los niños gritó ¡¡¡Qué vienen!!!!! Todos corrimos, pero yo me despisté y sólo me dio tiempo de agarrarme a una verja. Allí me encontraron. Eran varios, mayores y envalentonados, yo apenas tenía seis años y un abrigo recién estrenado heredado de mi prima mayor”.
“Tiraron de mí fuerte. Yo no quería soltarme de la verja. Había trepado tan arriba que había llegado hasta la zona en la que acababa con forma de lanza. Tiraron tanto de mí y yo me intenté asir tan fuerte que cuando caí casi se me veía el hueso de la mano.”
“Lo peor fue que cuando acabaron. Mi abrigo estaba deshecho, hecho trizas. Y yo estaba desnuda, helada, rodeada de nieve. Llegué a las puertas de la casa de los señores. La señora  me vio. Y les vio correr tras de mí. Dijo que me dejaran entrar y se cerró la puerta. Allí sabía que no iban a pasar. Me dejó quedar en silencio hasta la noche. Permitió llevarme la manta que me dio una de las criadas. Pero, desde que cerró la puerta hasta hoy no la he vuelto a ver”.
“Es verdad que me llevé la manta a casa, que nos vino bien, pero mi precioso abrigo quedó hecho jirones, tirado por todo el pueblo, sin arreglo. Era gris, con un cuello precioso”…

…María, no te curaron?

“Cuando llegué a casa, mi madre me llevó al médico del pueblo. Ya te he dicho que casi se me veía el hueso, pero dijo que me llevara a Negrín. Yo no sabía qué quería decir, pero mi madre primero le miró a los ojos, como sólo ella sabía hacerlo. Después, bajó la cabeza. Me acercó aún más a ella y apretó los dientes.”

“Hija, y como no me lo cosieron, quedó así, un poco feo, pero no me impide ir a ver a mis viejitas y pelear porque a ellas no les falte nada mientras que yo pueda”. Y sonríe como si lo que me ha contado fuese una anécdota sin más. Ella era así.

Y es que María, como la de la canción, tiene esa extraña manía de creer en la vida.

lunes, 27 de octubre de 2014

Creo en las hadas, yo creo, sí creo



 




Yo sí creo en las hadas. Y de vez en cuando, como en el cuento de Peter Pan doy palmas por ellas.

Pero en mi caso, no tiene ningún mérito. Creo en ellas porque he conocido varias y sé que aún me quedan muchas por conocer. Es un don, siempre he tenido suerte de hallarlas.

Aunque es verdad que todas las que conozco se escapan al esquema de campanilla. Unas han sido supermamis de tres retoños, otras madres monomarentales, otras maravillosas compañeras y compañeros con apariencia de humanos aparentemente normales, pero con la magia en su sonrisa y apoyos. Y varias hadas que he conocido han demostrado que el amor no entiende de sexos, ni esquemas, ni edad.
Pero todas estas hadas han tenido en común el haber formado parte del trozo de vida que llevo vivido. Y con ellas, junto a ellas y en ellas… he sentido la magia.

La magia de una mirada que te cura una herida abierta, la magia de una reflejo que te sonríe desde su corazón cuando el tuyo se desgarra de dolor, la magia de un brillo, cuando tú crees, que sólo te rodea la soledad. La magia de una aurora, en una noche oscura.

En definitiva, la magia de su capacidad de amor. Por eso, como en el cuento, grito cada noche: Creo en las hadas, yo creo, sí creo

miércoles, 1 de octubre de 2014



 

Hoy quiero hablaros de mi bisabuela materna: Irene. Todo un personaje.
De Irene, hay muchas anécdotas, pero a mí la que más me ha impresionado siempre es que se iba a parir a finales del siglo XIX a otro pueblo, a más de un día de distancia de dónde ella vivía cuando se acercaba el parto. Ella iba sola, en un burro (a lo mejor era burra, vete a saber) y todo para que su hijo (ella sabía que siempre pariría varones, de hecho mi abuelo fue el parto número 19 y el penúltimo) estuviese exento de ir a la mili. Y si, efectivamente se iba a Almadén porque los nacidos allí, tenían esa venia, por eso de las minas de azogue.
Esta bisa mía debía ser la caraba. Le tocó vivir en un momento histórico duro: la guerra y la posguerra y para más inri sus dos únicos hijos supervivientes de los 21 partos que soportó, varones por supuesto, lidiaron en la misma batalla, en el mismo frente, pero en distintos bandos.
-Hay que joderse!! Con lo que he penao yo para que nacieran tan lejos del pueblo pa que no fueran a la mili y ahora pueden estar matándose el uno al otro. Si rabiáaaaaaaaaa!!!!!!!!!
Mi bisa, que como ya habréis deducido tenía un genio de “armas tomar”, cuando llegó el hambre (que llegó hasta a matar a más muchas que a muchos, que a éstos ya les mataban las balas) no sólo no lo pasó mal sino que además ayudó a los demás, eso sí, siempre a cambio de algo. Como era humilde eso de la filantropía no sabía lo que era!!
En los peores momentos encontraba los mejores días en el “escampao”, cuando llovía y aclaraba. Entonces, antes de salir el sol, las hormigas sacaban a secar el grano de sus almacenes para que se secara. Y mi bisa, estaba allí y se lo robaba para molerlo y hacer algo parecido al pan. (Os aseguro que es el único caso que he oído en el que alguien robe la comida a las hormigas, pero eso consoló el estómago de algunas personas en días tristes y famélicos)
Ya antes había iniciado su “formación” mercantilista. Irene, que aunque a estas alturas de su historia ya habréis maginado era viuda de un marido viajante (locero para más señas) y que había tenido que arreglárselas sola desde antes de que sus años empezasen por un dos. Irene vivía a las afueras del pueblo, que lógicamente hoy es el centro, ya conocéis la relatividad de todo!!.
Eso significaba que todos los hortelanos y los ganaderos pasaban por su puerta a la ida y la venida del mercado. Hoy eso no nos dice nada, porque vivimos otro momento, pero antaño significaba que si ella tenía agua para que la leche cundiera antes de llegar al mercado, podía quedarse con una lechera de la pura y que a la vuelta los hortelanos podían recabar en su puerta y deshacerse de la mercancía que no habían podido vender a un precio muy inferior al que le habían puesto en el zoco. Mejor eso que tirarla o volver con ella!!!.
Después de todo y de imaginarnos las cámaras de su casa repletas de patatas, manzanas y melones podíamos pensar en la abuela como toda una institución y no nos equivocaremos porque así lo era: para lo bueno y para lo menos bueno!!
Un ejemplo. Irene criaba guarrillos, aunque luego los vendía. Siempre se quedaban con los ruines, porque eran mucho más baratos o, simplemente no los querían. Y ella los sacaba adelante, casi siempre. Si los criaba y no podía sacarles rendimiento vivos, no os penséis que mi abuelo y su hermano comían jamón, lomo o simplemente costillas, ni de coña!!!.
Ella tenía unas manos que convertían en manjar cualquier parte del marranillo que había criado con esmero y sacrificado sin espanto. Ella era así y el dinero conseguido iba a la lata de la harina (ésa era su hucha particular, la que intentó robar, sin éxito, un amigo de mi abuelo, cuando eran adolescentes y que acabó con un garrotazo en la cabeza del colega del abuelo, propinado por mi bisa del que nunca llegó a recuperarse del todo).
La pena es que ese dinerillo cuando acabó la guerra no valía ná de ná, menos mal que ella no lo vio. Lo único bueno es que sus hijos no habían atinado en sus tiros y seguían vivos (lógico, los albañiles no solían ser expertos en materia de matar a nadie salvo a ellos mismos, según las estadísticas de accidentes laborales –perdón esa es otra historia, la de mi abuelo-) Disculpas otra vez por mi dispersión

Como os contaba, lo poco que me ha llegado de la vida de Irene siempre me ha resultado cuanto menos sorprendente, hasta su final.
A una mujer así, valiente, luchadora, dura e implacable la mató una lata de tomate (seguramente caducado, añado yo), manda narices!!!. Sí, sí, no os lo perdáis. Buscaba algo que pudiese valer (hoy diríamos reciclaba) y se cortó.
Y no hubo solución. En plena guerra fratricida española, mi bisa se cortó con una lata oxidada (no creo que se la robara a las hormigas, supongo que se la encontraría buscando en los vertederos, tal como vemos hoy con horror que hacen los niños y ancianos en otros lugares no tan lejos de nuestro entorno; aunque tal vez en el código moral de las hormigas exista una justicia poética y se vengarán así de los desfalcos trigueños de mi bisa).
El caso, es que la gangrena hizo el resto (gaseosa la denominaron entonces). Ni un mes. Eso sí antes abofeteó a mi otro abuelo, hizo la vida imposible a sus nueras, dejó medio ‘criao’ otro guarrillo, y valoró lo que nunca predicó: el carpe diem.
Vaya tú, que al final se hizo sabia.
Y eso que “sólo” tenía casi sesenta años!!!!!!!